Vicente Ferrer. Tengo 82 años. Soy catalán y vivo en Anantapur. Llegué a India hace 50 años como misionero jesuita, pero abandoné la orden. En 1969 me casé con Anne. Tenemos tres hijos: Tara, Yamuna y Moncho. Mi política es la acción: para hacer frente a los problemas hay que actuar sobre las causas. La Fundación Vicente Ferrer gestiona a través del Rural Development Trust un programa de desarrollo integral con la casta e los intocables.
Lo tengo todo resuelto.
¿Todo, todo?
Sí; no tengo ninguna duda, lo tengo todo clarísimo.
¿Y eso desde cuándo?
Mi camino siempre ha sido el de la acción, pero la reflexión ha corrido paralela a la vida, inconsciente, sin hacer ruido… y me he dado cuenta de que siempre he buscado lo mismo, siempre he sido el mismo.
¿Y quién es usted?
Yo era un niño bueno, tenía compasión, ayudaba a la gente, recogía dinero para un hospital… No sabía por qué lo hacía, pero es exactamente lo que trato de hacer ahora después de haberlo aprendido todo.
Entonces, ¿tiene respuestas?
Cuando era niño leí un libro que narraba la historia de una tribu de la edad de piedra que había perdido el fuego y durante generaciones estuvo buscándolo. Muchos años después, en India, una noche que estaba conduciendo camino de Bangalore me quedé absorto durante kilómetros mirando la luz roja del coche que iba delante de mí. Esa luz roja se mezcló en mi mente con el protagonista de aquel relato de infancia: el fuego, e inmediatamente me hice una pregunta: “Y tú, ¿qué has estado buscando durante toda tu vida?”.
¿Encontró la respuesta?
Fue inmediata: “Has estado buscando el significado del hombre”. Comprendí que mi búsqueda no había sido el misterio de la vida, sino el hombre. Y creo que esa búsqueda de quiénes somos es la que nos une a todos, porque la humanidad la constituyen todos los hombres juntos, no sus creencias.
¿La humanidad está unida?
Ya sé que no lo parece, pero los hombres tenemos como una antena que nos conecta y nos comunica entre nosotros. Dentro de cada uno de nosotros hay un poderoso radar que siempre va buscando y cuando encuentra a otro hombre hace que nos aproximemos a él. Aunque levantemos barreras, los otros nos importan, y nos importan porque cada uno de nosotros somos una minúscula parte de la misma cosa: la humanidad.
¿Por eso se nos humedecen los ojos ante el dolor ajeno?
La compasión es un impulso espontáneo común a todos los seres humanos, es el alma humana en estado puro, tal y como es antes de ligarla a cualquier razonamiento, es el punto último que une a todos los seres.
Es un hermoso secreto
Lo sé, pero no es una idea, una filosofía o una religión; es un hecho existencial, una conclusión a la que no le quepa duda: la fuerza compasiva nos lleva a unirnos a los demás y hace que, de alguna manera, el sufrimiento y las alegrías de los otros sean también los nuestros. Aunque no seamos capaces de ponerle remedio, los habitantes de los países ricos sienten y sufren por los pobres.
La pobreza del mundo nos arranca la ilusión a todos.
Así es, la tragedia de la pobreza, a la que vemos como una masa humana de rostro desfigurado, no amenaza solamente a los pobres, sino que también destruye espiritualmente a la humanidad. Destruye la fe y la esperanza, destruye nuestra propia alma.
¿Por eso siempre ha sido usted un hombre de acción?
Sí. Verá, en mi vida he experimentado dos rebeliones, dos elecciones esenciales. La primera ocurrió en Kodaikanal, en 1957. Acababa de terminar mi preparación dentro de la Compañía de Jesús. Vivía en una casa de oración dedicado desde un año antes a la vida espiritual y durante ese tiempo se fue produciendo en mí un cambio que me llevó a ver con claridad, no a Dios, sino a los hombres luchando en las tierras movedizas del sufrimiento.
¿Nació en usted una conciencia diferente?
Sí, hasta entonces yo quería dedicarme a la meditación y de repente la vida interior me producía una especie de angustia y un grito salió de mi interior: “No quiero leer más libros, ni rodearme de teorías y misticismos. Lo que he de hacer es pasar a la acción”. Desde entonces la acción ha dominado toda mi vida.
Vicente Ferrer lleva 50 años trabajando en India con los intocables, los pobres de los pobres, de los que dice la tradición que si los tocas debes lavarte después. Para cuatro millones de ellos construyó Ferrer 4.000 pozos, 596 embalses, 1.550 escuelas, 5 hospitales, miles de bancos para la mujer, 13 centros para discapacitados y ha plantado 11 millones de árboles en una zona que era desértica.
Fue muy criticado por abandonar a los jesuitas
Cuando el ser humano comienza a ligarse a creencias, su libertad espiritual disminuye. Para mí fue muy útil el tiempo que pasé con ellos, pero necesitaba recobrar mi libertad. La obediencia ciega es útil para ellos, no para mí; además, yo no sirvo para liturgias. Me atacaron mucho porque decían que yo no hacía un trabajo espiritual, pero yo creo que la buena acción es lo más espiritual que existe porque se moviliza todo: tus manos, tu mirada, tu corazón, tu pensamiento… Todo lo bueno que hay en ti se pone en movimiento. La acción contiene en sí todas las filosofías, todas las religiones, al universo entero y al mismo Dios.
¿Qué le llevó al noviciado?
Durante la guerra yo formaba parte de la 60 División comunista, la quinta del biberón. Una noche, a la hora del rancho, un comisario político me reclutó para formar un piquete de ejecución. Eran dos hombres de unos cincuenta años, estaban hundidos, no reaccionaron ni siquiera cuando se formó el pelotón. Me invadió una compasión incontenible. Miré al horizonte y allí apunté. Empezaba a comprender que mi lucha no tenía los mismos ideales. Dos meses después, en la madrugada del 24 de julio de 1938, tuve la revelación.
¿Qué revelación?
Estábamos en la batalla del Ebro, pero aquella noche reinaba la paz entre ambas orillas del río. Yo siempre por las noches me entretenía pensando e imaginando cosas. Vi entonces una noche de una oscuridad inmensa que lo ocupaba todo, pero allí a lo lejos había un punto luminoso, una pequeña llama.
¿Y por qué es tan importante?
¡Mujer, porque eso me lo solucionó todo! Gracias a esa imagen asumí la convicción de que Dios es. A partir de ahí siempre he querido ver el rostro de Dios. He leído muchos libros sobre Dios; todo el mundo, todas las culturas, se han dedicado a escribir libros sobre Dios. Entonces yo me planteo y te planteo, y ahí viene mi segundo descubrimiento: ¿cómo es posible que Dios necesite libros para que lleguemos hasta él?…
¿Quizá porque es un poco abstracto?
No; en realidad Dios lo ha hecho más simple. Dios es como nosotros, somos su imagen pero en pequeñito. Entonces, si quieres ver a Dios, escribe en un papel tus virtudes por insignificantes que sean, multiplícalas por el infinito y verás a Dios. Recuerdo que un día en una reunión con compañeros jesuitas, yo, que era el más payaso de todos, dije: “Creo que en estos años de teología he aprendido casi tanto como durante mis siete años de mili”.
¿Cuál es el recuerdo más luminoso de su llegada a India?
Era el año 1957 y éramos doce seminaristas de la Compañía de Jesús, como los doce apóstoles dispuestos a cualquier sacrificio y orgullosos con nuestro destino. Cuando travesábamos el canal de Suez vi a una niña que salía corriendo de una casa y se subía al trampolín de una piscina para saludarnos con la mano mientras gritaba con todas sus fuerzas: “¡Bon voyage, bon voyage!”
¡Que bonito recuerdo!
¿Por qué nos saludaba con aquella fuerza, con aquel amor? A medida que nos alejábamos la niña seguía gritando ymoviendo los brazos. No lo había aprendido de nadie, quería de forma natural: el amor se encuentra dentro de cada uno de nosotros. Cuando llegamos a Bombay el vagón se llenó de gente; recuerdo a un barbero que antes de que te diera tiempo a abrir la boca ya te había enjabonado y a un pequeño estafador que le vendió a un compañero un reloj en un bonito estuche. Cuando se bajó del tren y abrimos el estuche no había reloj. Para mí esa multitud eran héroes, gente de acción.
¿Y quiso ser como ellos?
Sí; quise ser uno más entre los seres humanos, seguir la línea del corazón, porque no tenemos más remedio que amarnos entre nosotros ya que todos formamos una unidad; y mientras eso no acabe de entenderse seguiremos luchando entre nosotros.
Durante once años, de 1957 a 1968, Vicente Ferrer aplicó su filosofía de la acción para ayudar a la casta de los dálits: cavaron pozos, crearon minibancos que daban minicréditos a los campesinos, organizaron campañas de vacunación… Pero sus acciones no gustaron a los políticos nacionalistas, ni a ciertas autoridades religiosas y, a la vez que era nominado para el Nobel de la paz, era expulsado de India. Las protestas populares amparadas por Indira Gandhi determinaron su regreso. Volvió a Anantapur, en el estado de Andhra Pradesh, al sur de India, una de las zonas más pobres, donde creó en 1969 el Rural Development Trust (RDT). Ese mismo año se casó con Anne Perry, una periodista inglesa.
¿Quién se atrevió a casarlos?
Un pastor protestante, que me dijo al final de la ceremonia: “Anne va a ser un ángel para ti”, y eso ha sido. Siempre que alguien le dice a mi esposa a modo de piropo que detrás de un buen hombre siempre hay una gran mujer se enfada y lo corrige: “Querrá decir al lado…”.
¿Cuántas veces se ha equivocado?
¿Equivocarme?… Si alguna vez me he equivocado es por no haber hecho más, pero hemos hecho muchas cosas… En realidad yo he venido a pasar unos días a España para pedir a los ciudadanos que se movilicen por el Tercer Mundo. Lo que yo sugiero es que todos somos responsables y que podemos hacer muchísimo. Los gobiernos cambian, los bancos pueden quebrar, pero el amor de los hombres no quebrará nunca. Los poderosos tienen poder y mucho dinero, pero los ciudadanos tenemos el poder de perseverar en hacer el bien.
¿Cuáles han sido los momentos más difíciles?
Cuando tuve que empezar de nuevo en Anantapur tras treinta años de trabajo. Todas las organizaciones que nos ayudaban se retiraron; en aquel momento no había posibilidad ninguna, todo estaba cerrado para nosotros. Pero mi vida ha sido fantástica pese a que me hayan operado tres o cuatro veces y tenga muchos dolores de cabeza…, eso es la vida. ¿Tú no has visto nunca las truchas?
Sí.
No las detiene nada, suben y suben, remontan el río. Si se encuentran con una pared, saltan y saltan hasta que la pasan. Las truchas nos enseñan mucho, a mí siempre me han inspirado; de hecho soy como una trucha.
¿Y cuál fue su segunda rebelión?
Esa ocurrió hace dos años en Anantapur. Si la primera rebelión me hizo abrir los ojos para ver las injusticias del mundo y volcarme en la acción rechazando todo pensamiento en el más allá, en la segunda voy todavía más allá.
Uff.
Sí, cuarenta y tres años después rechazo también cualquier conocimiento escrito para penetrar en los misterios del mundo y de Dios con la única ayuda de mi inteligencia y de los hechos, y ahí comienza el libro que estoy preparando, un viaje hacia dentro, hacia el fin último que es Dios.